viernes, 18 de febrero de 2011

Mis tres Dulce Marías:

En septiembre 20 de 2002 asisto en Bogotá a la conmemoración del centenario del natalicio de la poetisa cubana Dulce María Loinaz –Premio Cervantes- que la escritora colombiana Flor Romero convoca. Flor es autora de 43 libros que ha publicado. Entre sus novelas están “Los sueños del poder”, “Los tiempos del deslumbramientos”, Malitziu la princesa regalada”, “Diosas de la tempestad”.

Los versos delicados y profundos de Loinaz me inundan…

“quien pudiera como el río, ser fugitivo y eterno”…

Otro recuerdo me aborda esa noche, esta vez es de Borinquen, la tierra del edén, cuando participé en los juegos centroamericanos universitarios de 1972. Es la estampa de la espléndida educadora puertorriqueña Julia de Burgos quien poema al río Grande de Loíza…

“quién sabe en qué aguacero de qué tierra lejana
me estaré derramando para abrir surcos nuevos;
o si acaso, cansada de morder corazones,
me estaré congelando en cristales de hielo”…

Esa noche, la del centenario de Loinaz, evoco al joropo “Dulce María”, que Miguel Ángel Martín le compone en 1961 a la bella Mariana Nieto Solano para sus 15 años y que yo interpreto, desde antes de mi consagración como el rey del joropo amacizado…

“Ya sé porqué mi corazón está alegre
Dulce María y tú tienes que saberlo
es que tú tienes la gracia
Dulce María de las palmas que en el llano
cuando se mecen airosas
en las noches de verano”…

Aquel entorno que propicia la evocación de la poetisa Loinaz, evoca una anécdota que andaba perdida en los vericuetos de mi memoria. En 1987, concursé desde Sarajevo con un ensayo de literatura latinoamericana, para participar en el XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, de La Habana, Cuba, en julio de 1978. El ensayo –que fue escogido- estaba centrado en el drama del huasipungo que describe el gran escritor ecuatoriano Jorge Icaza y que analiza el maestro colombiano Antonio García Nossa.

Quise viajar desde Trieste, puerto sobre el Adriático al norte de Italia en límite con Eslovenia y Croacia, pero tuve que anticipar mi retorno en febrero. Ya en Colombia contacté a los coordinadores del viaje, entre ellos mi querido primo Jaime Parra López, que eran los directivos culturales del Partido Comunista.

Zarpamos desde Cartagena de Indias en el buque “20 Aniversario” de la Armada Cubana, el 23 de julio de 1978, con varios artistas renombrados como el cineasta Lisandro Duque Naranjo, la esbelta actriz Laura García, el dramaturgo Santiago García, la cantante Iliana, el jurista Carlos Gaviria, el dueto de los hermanos Escamilla, el conjunto de interpretación antropológica Yaki-Kandru con la hermosa voz del tenorino Jorge López y muchos otros grupos, que llevaba hacia La Habana a las delegaciones culturales de Colombia, Ecuador y Venezuela. Entre ellos viaja el grupo llanero de la recién fundada Universidad Tecnológica de los Llanos, dirigido por el arpista Enrique Orjuela, primo de Óscar Pabón.

Ya en el buque divagamos con Lisandro –consagrado director de cine- sobre los días en que éramos dos viejos lobos de mar y jugábamos con los fantasmas del Mar de los Sargazos y con los misterios del Triángulo de las Bermudas. Cuando el barco se hizo a la mar, el viejo lobo de mar que relata este cuento se marea berracamente, al punto de tener que permanecer acostado en su litera. Solo me levanto para tomar los alimentos, hacer las necesidades fisiológicas y asearme.

Todas las delegaciones se programaron para llegar a La Habana el 26 de julio y por ello, el barco detiene sus motores en las tres noches del viaje para que suenen tambores, tiples, rondadores, arpas, kiriquinchos y voces. Los grupos exaltan el arte popular de cada rincón de la geografía y el grupo llanero del joropo interpreta una versión instrumental. Pregunto por el cantante y me dicen que está mudo. Una afección en la garganta lo incapacita y debe cuidarse para el Festival.

Salto entonces como un araguato al improvisado escenario ubicado en la proa e indago al director, si tienen en el repertorio la canción Dulce María y a la respuesta afirmativa, le choco con ganas al canto. La hacen repetir dos veces y otras tantas en las dos noches siguientes. Soy así en ese instante y en el mar Caribe, con los delfines saltarines por compañía, una estrella fugaz de la canción latinoamericana.

Al amanecer me llevan al camarote un delicioso jugo helado de frutas servido con galletas y adornado con flores, como en un hotel de 5 estrellas. Durante todo el viaje recibo a mañana y tarde manjares de frutas exóticas con exquisitos aderezos, que los “mamertos y mamertas” juzgan como producto de un soborno a la tripulación.

La segunda tarde me reclama airada una líder del Partido Comunista y como está que se raja de lo buena, le digo que le cuento cómo es la vaina si se encarama a mi litera. Cuando se abalanza para aruñarme, tocan a la puerta: Un elegante y silencioso grumete porta el delicioso jugo helado, acompañado con ricas colaciones. Le digo a esa mamazota, tómese un poco, que yo ignoro porqué me lo envían, quizá sea porque me mareo. Sin convencerse, se jarta la mitad.

Cuando el barco atraca en La Habana y estoy en la escalerilla de salida, un tripulante me entrega con sigilo un papelito escrito a mano, con letra legible, el cual aún conservo, la cual dice…

“Señor Alberto, jilguero de mi canción. Usted, sin proponérselo me ha obsequiado una inmensa alegría y ha hecho de mi una mujer feliz. Quiero conocerlo, saber de usted y agradecerle por ese bello canto. Lo he mirado desde lejos cuando canta y usted, perdone, proyecta una imagen muy bella que me eriza. En travesía nos está prohibido hablar con los pasajeros. Pero, lo invito a degustar el mejor manjar de la isla, que es el que yo preparo, entre palmeras, arena y el son cubano. Lo espero ansiosa en la Habana Vieja, Calle Camagüey con Martí No. 10. Un beso tierno… Dulce María Cienfuegos”.

Supe así, la causa y la razón del envío de los jugos. Todavía me ronda la intención de probar ese ardiente fogón, pero el tiempo fue breve e implacable. Los compromisos literarios que tenía durante el festival y las espléndidas presentaciones de los artistas mejores del mundo, me ataron al delirio de esos días y no pude ir a la cita, propuesta por aquella inquietante marinera.

Durante el regreso a Cartagena, vuelven a llevarme el delicioso brebaje. Entonces me doy a la tarea de inquirir por mi benefactora Dulce María Cienfuegos. Por desgracia, ella se quedó en La Habana, pero supe que era una morena escultural que había sido múltiple campeona nacional de gimnasia y que ahora era la Comandante en Jefe de la Cocina del barco “20 Aniversario”. Tenía 27 años, ojos de culebra brava y una piel de ébano la protegía del yodo y del salitre.

Las “mamertas” del partido nunca creyeron que esa historia pudiese ser cierta, pero una de ellas se conduele de mi quietud obligada y se trepa a mi litera, para acompañarme a degustar esos y otros jugos y también para consolar mi cruel ocaso como viejo lobo de mar. Soporta estoica mi éxito con el joropo de Miguel Ángel Martín, mientras aprende que la quietud externa de las indias, hace infinito el encuentro más sublime de la tierra, porque su vientre, es un volcán contorsionado en erupción.

¡Qué vaina chico. Hoy, cómo añoro ese manjar que me perdí!

Colofón…

En marzo de 2008 retomo contacto con el otro lobo viejo de mar, mi gran amigo Lisandro Duque Naranjo y le remito este escrito. Me agradece por evocar esos recuerdos y me comenta su total aversión por aquella causa exegética, otrora emblema y paradigma de muchas de sus ilusiones.

Mi crónica se difumina en divagaciones de su nihilismo confeso, pero en mí su imagen de viejo lobo de mar, lo espléndido de su verbo y de su inteligencia analítica, me seducen, mientras empiezo a comprender que una inmensa nostalgia, esa que trae constantemente la vida, puede ser bendita.





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